Rosario y sus escritores: cuentos, poemas, fragmentos.
Lecturas:
©Marta Ortiz
La historia comienza a ras del suelo, con los pasos.
Michel De Certeau
El
profesor extranjero pronuncia palabras de lomo fláccido y vientre dentado, y a
vos la mezcolanza de lenguas te suena como ligar agua y aceite. De la mano de
lo indescifrable, mano frágil y letánica, te vas de viaje por la sala verde
pálido. Tu mirada errante destaca el recorte ojival de las ventanas, ventanas
selladas con maderas por aquello de las proyecciones de cine y la oscuridad
necesaria. Poca cosa ha cambiado en treinta años, tal vez lo único que no muda
de piel, un salón de actos descascarado, sillas plásticas de mala calidad.
Son
otras las palabras que resuenan dentro de vos. Como la tela que seduce y
traga la mosca, los versos escritos en ese panel a tu derecha, podrías
jurarlo (sin temor de caer en lo melodramático), te levantan en vilo: Terminó
la metralla/ y volviste / te pusiste los zapatos de fiesta...
Extraviada por otras urgencias leés y releés;
leés y releés: Terminó la metralla/ y volviste / te pusiste los zapatos de
fiesta; y para nada te sorprende advertir cómo la escena evocada rota sobre
su más antiguo eje, las palabras que forman el verso te pusiste los zapatos
de fiesta cierran el perímetro de una vieja casa de alto en la calle Italia
al sur; te ves recién salida de la secundaria, año más, año menos, todo parece
igual visto desde tan lejos; te ves sonriente en el balcón, los apuntes en el
cuarto contiguo. Salían al fresco cuando hacía calor, te encantaba el trébol
que crecía en cada grieta, y el clavel del aire.
Los zapatos de
fiesta llevan un par de pies indecisos que en su andar definen un dormitorio
crujiente en el primer piso ―pinotea apolillada―, y sobre ellos, si levantás la
mirada, ves a esa chica que tiene el cuerpo lastimado y la cara llena de
arrugas. Te mira desde una distancia que no se puede acortar con ninguna caricia.
Las dos lo saben: no hay gesto; no existe palabra que. Sobran las exégesis, las
notas al pie, las inútiles formas del dolor.
Nada detiene la escenografía que rota.
Rotación retrospectiva que misteriosamente borra las arrugas, cicatriza; ella
ahora sí sonríe y se sabe hermosa sobre sus zapatos festivos.
Cada tanto se
redondean palabras precisas, anzuelos como rosas de fuego que el conferencista
lanza al espacio con el fin de atraerte; dilatan cadencias, color, silencio.
Pero a vos qué te importa el artificio; más que descifrar un galimatías en dos lenguas sobre una Villa
provinciana devenida tema y objeto de marketing, estás convencida de que mejor
te vendría rebobinar los últimos treinta y cinco años de historia nacional y
mirar allí dentro a ver qué cosa oscura indigerible se ocultó en los “yo no sé nada”, “algo habrán hecho”.
Mirabas para otro
lado, vos y otros miraban más allá de la línea de fuego a pesar de los gases y
los chicotazos que ennegrecían el ambiente (y las corridas también, había que
llevar zapatos cómodos, no las botas de caña alta cuando ibas a la facultad,
siempre podía armarse una bien gorda y muy negra y había que correr). Subía un
humo espeso y olía a quemado, a golpes de picana sobre carne cruda, o lo que
olías era el olor de tu propio miedo tu adrenalina desbordada porque resonaban
cerca los pasos de las botas mucho más pesadas que las tuyas; botas de cuero
grueso, hasta la exasperación lustradas por los reclutas. En aquel tiempo había
reclutas.
Ella roza con los
dedos la suavidad de la cabritilla y se calza parsimoniosa los zapatos de
fiesta de tiritas finas como vos, que en lento ritual, abrochás los tuyos. Con
los zapatos puestos nunca viste la cara de la metralla pero sí enterraste en
vida mucho de lo que más querías; esa noche había luna y las estrellas por poco
se te caían encima; te descalzaste, abriste un pozo en el jardín y celebraste
el funeral de las Crisis y de libros que para qué acordarte si te vas a
poner a llorar y revisaste la agenda, cada número y cada nombre. Como del HIV,
nadie estaba exento, pero no existía entonces condón que sirviera.
Los
zapatos blancos con tiritas se tambalean en las aceras, siempre algún bache un
yuyo aflorando como el trébol en la grieta, un charco a la vista, hay que hacer
equilibrio. Sábado de carnaval, todas llevan zapatos blancos, minifalda y
vincha y dejan los libros en casa. Siempre pensaste tus brazos como un nido
diseñado para contener libros. Pero esa noche no los llevaste, hubiera sido
como portar armas y tampoco hay que ser más papista que el papa; cargaste en
cambio una cartera blanca y el labial, cigarrillos,
fósforos y un pañuelito diminuto de linón bordado.
Implacable como el tiempo, como el detector
de mentiras, el poema alcanza su tope más alto: blancos vendavales/ casi
alas en los pies. Un impulso irresistible, como la sensación de vuelo en el
vacío te lleva muy atrás en el tiempo. Argentina vive un mundial de fútbol
surrealista. No con los zapatos de fiesta porque tan solo vas a comprar pizza y
un porrón y para eso con las botas color suela alcanza. Alguien muy allegado a
vos cumple años, la fiesta en torno al televisor; junio es puro fútbol y la
ciudad levanta olas de celeste y blanco en la cancha en la calle en los
balcones el país embandera una felicidad que en algún punto se descompone en
grotesca mueca de dolor pero nadie quiere verla, a la mueca.
Kempes, de bronce, mete los goles;
perdía Polonia y festejaste (o trataste de entender; aunque querer entender en
caliente, seamos francos...), festejaste eso de que éramos los número UNO y el
que no salta es un...; festejaste también la gloriosa goleada contra Perú y
saltaste cuando perdió Holanda pero fue una experiencia extraña, la tierra
podía romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la tierra
no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba túneles
inconfesables, y el estruendo del festejo apagaba los gritos el terror de la
detenida que clavaba las uñas en las paredes de la celda. Los zapatos blancos
arrojados al fondo de una bolsa con la minifalda y la camisola hindú, dos
o tres libros, los apuntes, la cadenita, pulseras, un reloj con malla de acero.
Tus
zapatos de fiesta también se guardaron, pero en una caja en el placar y después
del viaje, porque recién descorchado ese mismo año, 1978, te pasearon por la
Place du Tertre, por el Trastevere, por la Plaza Mayor, por Trafalgar Square;
imposible enumerar, se gastaron las suelas y se cuarteó la cabritilla, hubo que
usar renovador blanco (¿o no fue ese verano? No fue, fue otro, cosas de la
memoria que ofrece caramelos donde hay mierda. ¿La Place du Tertre no había
soportado el paso de tus botitas de abrigo?) La experiencia te fascinó y te
desarticuló. Las dos cosas. Algo se interpuso en tu camino, una espina molesta
una cuña una daga quizás, se clavó en el corazón de los viajeros y brotaron
algunas molestas gotas de sangre: la piedra del escándalo fue un gauchito con
la camiseta celeste y blanca encerrado en un campo con alambres de púa. El
gauchito era inofensivo pero el campo con alambres de púa, no; de un solo golpe
te devolvió al golpe que querías olvidar, el que revestía tu país de cenizas.
Ni de nieve ni de lluvia; de cenizas. Te cerró el paso.
Porque
en realidad vos no querías, no podías dar crédito; qué mal nos conocen en el
mundo, decían todos y vos “claro”, pero sabías que no era claro, sostuviste
apenas el miedo como una baba pegajosa, apoyaste el oído sobre la tierra
y oíste más clara que nunca la quema de cerebros y de cuerpos, las picanas
haciendo lo suyo.
Pero
a quién no le gusta soñar: Argentina es el mejor país del mundo; todos juegan
al hincha de fútbol (embarazadas envueltas en banderas, doble patriotismo) a
salir a la calle y saltar para no ser holandeses y de felicidad, “qué ispa,
ché, el mejor del mundo”, pero también aquí son botas de abrigo o zapatillas
las que trajinan calles y veredas, estamos en junio y los zapatos de fiesta
blancos duermen en el fondo de la caja. Como los de aquella chica cuyo nombre
desmembrado es imposible remembrar; a ver, Paula, no, Lucrecia, no, Alicia,
puede ser pero también te suenan Lucía o Ana o Cristina; todas vestidas igual,
algo unidireccional flotaba en el aire de los setenta y nadie se salía de los
moldes, vos tampoco. Todas con zapatos blancos y carteras blancas. Pero los de
ella, la del nombre olvidado, los zapatos de la que recorría con las manos
abiertas hasta sangrarlas la piel de la celda porque no existía cerca ninguna
otra piel para tocar, no hacían falta. Acaso existan polvorientos, enterrados
quién sabe si no quemados o hundidos en el océano. Perdidos para siempre.
Un aplauso moderado
cierra la charla del profesor extranjero. Cesaron las rosas, las palabras
anzuelo destinadas a vos.
Muy lejos del salón
de actos tu memoria se abre paso y te auxilia con otra imagen: una vez viste
cómo alguien pisó una araña y su vientre aplastado expulsó una multitud de arañuelas que se
perdieron entre las baldosas como hilos negros chamuscados. Desaparecieron,
puntos negros, y después, nada. Así se fue ella también, la del nombre
invisible, una fuerza centrífuga muy potente la apartó de todo lugar conocido.
Pero ya es bastante tarde y deberías aceptar que son vanos tus esfuerzos por
saber si de verdad era tu amiga o al menos si existió o si fue un sueño o solo
un paradigma.
Mientras duran el
aplauso y las preguntas, tu única inquietud consiste en devorar el resto del
poema: Sembraste pálidas/ pisadas circulares/ rodaste en una/ caminata
incalculable, / te hallaste al otro extremo/ sollozando ante el sol/ ante la
luna...
(Poema
transcripto: Terminó la metralla, de Sonia Contardi).
Zapatos de fiesta fue publicado en el año 2013 en Colección de arena, Editorial
Fundación Ross -colección Narrativas Contemporáneas-, Rosario.
Marta Ortiz nació en Rosario (Santa Fe), donde vive. Es
Profesora y Licenciada en Letras egresada de la U N R. Publicó El vuelo de la noche (primer premio de cuento Bienal Internacional
Puerto Rico 2000; La Editorial, Universidad de Puerto Rico, San Juan, P.R.
2006); Diario de la plaza y otros desvíos
(poesía, El Mono Armado, Bs. As. 2009); Colección
de arena (cuento, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2013); Casa de viento (poesía, finalista del II
Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador -Salamanca, España,
2015- Alción Editora, Córdoba, 2015).
Poemas y cuentos suyos integran antologías y
se incluyen en otras publicaciones en soporte papel y digital. Co-dirigió la
colección Narrativas Contemporáneas para Editorial Fundación Ross (Rosario,
2010-2013); co-compiladora de las antologías El río en catorce cuentos y
Mi madre sobre todo (Edit. Fundación Ross, Rosario, 2010 y 2011). Su cuento Sicómoro, traducido al alemán, integra la antología Narradoras
argentinas del siglo XX (editorial Trafo, Berlín, 2014). Poemas suyos fueron
traducidos al francés. Colabora con reseñas críticas y textos de creación en
medios culturales de su país y del extranjero. Participó en ciclos de lectura y
festivales de Poesía (VII Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro, Buenos Aires,
2015); VI,
VII y VIII Semana de las Letras y la Lectura (El Círculo, Rosario, 2012, 2013 y
2014, 2015), Semana del
Libro 2015 (ciudad de Rafaela, Santa Fe); Festival Internacional de Poesía de
Rosario (2008), Movimiento de Escritoras Los Puños de la Paloma (Santa Fe,
ediciones 2012, 2014, 2015, 2016), entre
otros.
Desde 2003, coordina los talleres de Lectura
y Escritura Ópera Prima y un taller de Lectura Crítica. Se desempeñó como jurado en concursos de narrativa y
poesía. Coordinó
la sección Literatura de Replay Revista (web de Periodismo Cultural). Edita el blog “Vuelo de noche”: http://www.marta-ortiz.blogspot.com/
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